Mi colega Klaus, peor físico que yo por cierto, y me aventuro a decir que no sólo cientificamente hablando, llevó a cabo cierto experimento hace un par de años. No lo remitió a ninguna publicación porque el cajón donde guarda las cartas con el “lo sentimos bla bla bla”, el primero empezando por abajo de su escritorio, pide a gritos una ampliación que él no está dispuesto a conceder. Prefiere organizar pequeñas cenas en las que, eso hay que reconocérselo, se trabaja minuciosamente el que no se le cierre el grifo para seguir investigando a pesar de su paupérrima productividad científica. Para ellas hace una espléndida selección de comensales, entre los que por supuesto me encuentro junto a otras eminencias científicas y no menos eminentes altos cargos, científicos o no pero con dinero que repartir, y una exhibición de verborrea digna de ser rodada y distribuida como una clase magistral de encantamiento.
Hace un par de años, como decía, nos contó mientas esperábamos los postres que había ideado un método gracias al cual provocando la alegría de manera controlada en diferentes individuos podía materializar esas sensaciones producidas y recogerlas en recipientes como quien recogiera el sudor que provoca el miedo intenso. Como era de esperar no nos dio información acerca de la metodología, marca de la casa de Klaus, pero si nos habló de los resultados. Las alegrías formaban un líquido que contra todo pronóstico resultaba bastante negruzco. Pero lo más curioso es que la solidificación de dicho fluido no se producía bajando la temperatura sino aumentando la cantidad de materia. Es decir, cuanto más líquido había en el recepiente más viscoso era. Y esto sucedía hasta un punto en el que se convertía en una especie de hielo. Klaus consideraba esto prueba suficiente de que su experimento era un éxito y que, en efecto, esa especie de hielo, esa alegría solidificada, es nada más y nada menos que la felicidad.
Aceptando estos resultados como quien acepta pulpo como animal de compañía y con la copa que hábilmente sucede a los postres estuvimos un rato hablando de las consecuencias e implicaciones del descubrimiento. Quedó explicada por ejemplo, al menos como hipótesis, la insistente búsqueda de la felicidad del ser humano. Esta búsqueda, de innegable existencia por estar documentada hasta la extenuación texto tras texto a lo largo de la historia escrita, parece lógica ya que con el estado sólido alzanzado, es decir con la felicidad hecha una piedra, se consigue garantizar la no perdida de material. Incluso se podría prescindir del recipiente una vez solidificada dicha felicidad. Sin embargo, con el líquido primigenio que forman las alegrías esto no sería posible, ya que resulta evidente que cualquier pequeño agujero puede ser causa de la perdida completa del material obtenido. Así podriamos entender la felicidad como la optimización de circustancias para que las alegrías no terminen pidiendo paso en la alcantarilla más cercana. Hasta ahí el debate fue dinámico pero no acalorado. Otra cosa fue cuando Klaus nos reveló la dificultad que surgió para seguir recogiendo alegrías de los individuos para los que la felicidad había solidificado. La sospecha de que para mantener dicha felicidad no hacen falta alegrías nos llevó poco menos que a las manos. De hecho mi monóculo acabó en el suelo y apareció minutos después profusamente pisoteado, casualmente según me insisten. Estarán conmigo en que las implicaciones de la afirmación son, cuando menos, gravísimas, ya que postulan un individuo feliz como un ente prácticamente inerte.
Finalmente en un arranque de sabiduría y voluntad supimos retirarnos y llevarnos las últimas reflexiones a casa, donde, en mi caso y en el de cualquiera con un mínimo criterio, en el revistero junto al retrete el trabajo de Klaus puede acompañar a la literatura tipo conócete a ti mismo, a periódicos pasados de fecha y a la propaganda del supermercado del barrio.